El cajón de los calcetines

Teresa siempre ha sido minimalista. Por eso, nunca se ha acostumbrado a que Andrés tenga sus cajones rebalsados de ropa que nunca se pone. El peor de todos es el de los calcetines. Andrés tiene más de dos decenas de pares de todo tipo: cortos, largos, de deporte, de vestir, para andar en la casa, de invierno, de verano, de temporada intermedia, nuevos, usados, sin estrenar, viejos, con hoyos, con los elásticos vencidos.

Teresa y Andrés tienen un pacto: cada uno se encarga de retirar su ropa del tendedero y de acomodarla en sus cajones. Un día, Andrés empezó a buscar su polera favorita: la azul marino, de mangas largas con capucha. Juraba haberla visto la semana anterior en la cesta de la ropa sucia. O en el tendedero. O, a lo mejor, se le había quedado en el bolso del gimnasio. O en la mochila. O, tal vez, estaría en el mismo cajón de las camisetas. Aunque también puede que se hubiese colado por error en otra gaveta. Es muy probable que sea la de los calcetines, que siempre está tan llena y desordenada. O puede haber pasado que, por error, haya terminado entre la ropa de Teresa. De repente, Andrés se acordó que su mujer le había pedido prestada justamente esa polera. Tal vez se le había perdido a ella. Teresa es demasiado confiada. Es demasiado pueblerina. Piensa que todo el mundo es honesto. Seguro que se la han robado en el trabajo. O en el gimnasio. O quién sabe dónde.

Estas cosas siempre pasan en el peor momento. Ese día, Andrés andaba atrasado y muy nervioso. Entonces, Teresa le sugirió que se pusiera otra polera y le prometió que ella se encargaría de buscar con calma, pues estaba segura de que la prenda en cuestión se encontraba en la casa. Pero, entre las doce poleras parecidas que tenía, Andrés se quería poner justamente esa. Su preferida. La que su mujer le había perdido por descuidada, por confiada, por ser como es. Maldita sea. No hubo caso. Pese al sermón de Andrés sobre la ingenuidad de unos pocos y la falta de honestidad de la mayoría, Teresa se negó a admitir que había  sido su culpa, aunque sólo fuera para que él se calmara. Empezaba a estar molesta por las críticas constantes de Andrés. Hacía un tiempo que ya no se llevaban tan bien como al principio. Él estaba demasiado estresado con el trabajo. Puede que su trabajo ya no le gustara tanto. O, a lo mejor, era ella la que ya no le gustaba tanto. Ya pasaban muy poco tiempo juntos. Incluso, era posible que Andrés tuviera a otra mujer.

O, quizá fuera Teresa la que tenía un amante. Andrés viajaba cada vez más frecuentemente por trabajo. En su ausencia, otro hombre podía estar ocupando su cama, su baño, hasta su ropa. Andrés estuvo buscando a escondidas durante un mes sus calzoncillos negros con líneas blancas. No hubo manera de encontrarlos en ninguna parte. Una vez, aprovechando que Teresa llegaba tarde, puso patas arriba la casa entera. Algo raro estaba ocurriendo. Se acordó entonces de que, justo después de su último viaje, su mujer anduvo buscando disimuladamente el sostén negro y tampoco pudo encontrarlo. Se lo había regalado él mismo y le encantaba que Teresa lo luciera para él. A saber dónde se lo habría dejado.

Andrés pasaba corriendo a todas partes, para aumentar su productividad, para ganar más comisiones, para conseguir un ascenso. Su propia ambición le exigía más y más. Teresa estaba preocupada. Pero, ¿Qué entendería ella? Es demasiado pueblerina, conformista, sin ambiciones. Mediocre. Por momentos, Andrés sentía que ella ya no estaba a la altura de caminar a su lado. De acompañarlo en su vertiginosa carrera. Teresa se había quedado atrás. Es más, se había convertido en  un lastre. Incluso, puede que hasta lo estuviera boicoteando.

Las sospechas se confirmaron aquella noche en que Andrés, al preparar su maleta para un breve viaje de trabajo, empezó a hurgar en el closet en busca de los calcetines gris oscuro con rombos. Eran los únicos que hacían juego con el traje que se iba a llevar para la reunión. Juraba que estaban limpios y que los había visto unos días antes en el mismo cajón. Por las dudas, fue a comprobar a la cesta de la ropa sucia, adentro de la lavadora, en el tendedero, debajo de la cama, detrás de los muebles. No estaban. Simplemente habían desaparecido. Eran las once de la noche y su vuelo salía a las siete de la mañana el día siguiente. Estaba furioso. Interrogó a Teresa y ninguna respuesta fue convincente. Sus calcetines grises con rombos no estaban. Andrés no aguantó más. Su palma derecha cayó violentamente en la mejilla de Teresa. Ella se fue esa misma noche, hace exactamente un año. Desde entonces, Andrés no ha vuelto a saber nada de ella. Algo de fundamento tenían que tener sus sospechas.

Para engañar el tiempo, Andrés se sirve un trago. Acto seguido, se arma de destornillador y de linterna frontal. Pretende arreglar las bisagras de la puerta del closet y la guía de la gaveta de los calcetines, que, de tanto forzar, se ha soltado un poco. Al observar con atención, se percata de que hay un espacio de unos seis o siete centímetros entre un cajón y otro en la parte posterior. Hay que meter bien la cabeza y alumbrar con una linterna para darse cuenta de que, a través de dicha abertura, se ve el piso y el muro en el que se apoya el armario. Intrigado, Andrés empieza a inspeccionar.

Al dirigir su linterna hacia el piso, ve una sombra, un bulto oscuro. Busca un fierrito de un metro de largo, le dobla la punta, lo introduce a través del agujero. Toca el misterioso objeto, lo engancha y empieza a extraer con la paciencia de un pescador. Detrás de las motas de polvo, se intuye un color azul marino. Andrés tarda unos segundos en reconocer a su polera favorita. Está desconcertado. Siempre había estado ahí, junto a los calzoncillos negros con líneas blancas y los calcetines grises con rombos. Simplemente se habían caído hacia atrás con el abrir y cerrar de los cajones rebalsados. Puesto que las prendas favoritas, por usarse con mayor frecuencia, quedaban encima del resto de la ropa, eran las primeras en caerse.

Andrés siente en su estómago una mezcla extraña de alivio y desconsuelo. Se sirve otro trago. Se precipita hacia el lado de closet de Teresa. Desde su partida, no se había atrevido a tocar nada que perteneciera a su mujer, pues estaba seguro de que ella volvería en algún momento. Andrés abre la segunda gaveta, introduce la linterna y ahí está el bultito negro del sujetador. Lo pesca y lo extrae con sumo cuidado. Su barbilla empieza a temblar.  Lleva la prenda a la mejilla, hunde la nariz en los pliegues de la tela satinada. Recuerda el escote de su mujer, la transparencia de sus ojos, la espontaneidad de su risa. Recuerda su sencillez, sublime y demoledora, como la vida misma.

Sentado en el suelo de su habitación, con la cabeza  colgando entre las rodillas, Andrés estalla en llanto. Los sollozos lo sacuden de tal manera que sus vanas ambiciones se les caen del cajón rebalsado de la mente, y se le estrellan en el fondo del alma, donde yace la esencia verdadera de las cosas.

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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