Blanca

Es una típica mañana de verano en la esquina de la calle Miraflores. Hace treinta años que no paso por acá y ni se nota. Lleva una blusa blanca, un collar de conchitas blancas, lentes de sol enormes, de marco también blanco. Deslumbrante. Como una diosa salida del mar. No sé de dónde saco el aliento para preguntarle si se acuerda de mí. Sonríe, mientras piensa qué contestar. Embaucadora. Como un espejismo que danza sobre la arena hirviendo. Si dejo de mirarla, se desvanece para siempre. Como ese día en el que se fue para no volver. No recuerdo el día, en realidad. Sin darme cuenta no la vi más y punto. Se acaba de acordar de mí. La sorpresa me presta el valor que nunca he tenido y, sin pensar, la invito a salir.  Vuelve a sonreír. Nos veremos esta misma tarde.

Bajando por las calles del puerto viejo me tiemblan las piernas. No soportaría tener que esperarla. En la Avenida del Mar me detengo. Inhalo el vapor de las olas que se estrellan en el roquerío. A cada paso, el océano entero va y viene adentro mío. Una oscilación invencible, que, por una especie de ley física, me lleva hasta la terraza de “El Faro”. Y allí está la chica más bonita del curso, esperándome, treinta años después. Desde el cielo de sus ojos me precipito en caída libre hacia la vorágine de la juventud, cuando la vida aún era lava incandescente, buscando su forma y camino. Me cuesta creerlo. Entre todos los que moríamos por ella, ahora me sonríe a mí. Pido una ronda. Ron, su trago favorito.

Vaivén de olas a los pies del faro. Le hago seña al mozo. Esto va para rato. En la esquina de la barra, por el lado donde nunca pega directo el sol, luce una magnífica planta de orquídea. Con sus enormes flores albas, es toda una atracción para las damas que visitan el local. Y no solo para ellas. Yo tampoco puedo dejar de mirarla. Otro ron, por favor. Las orquídeas tienen algo animal, que no te deja tranquilo. No son unas flores cualquiera. Intimidan, igual que las mujeres que han andado mucha vida. No te perdonan novatadas.

Cierro los ojos, sabiendo que, al reabrirlos, podría no encontrarla y siento un fugaz alivio. Pero ahora es ella quien me mira fijamente. Han corrido muchas lágrimas por ese rostro. Lo intuyo por los surcos en las orillas de sus ojos. Lagunas verdes, eternas, se nublan a cada rato, como las estepas barridas por el viento. Sigo sin entender qué estará viendo en mí. Las orquídeas tienen algo monstruoso. Con esos pétalos que parecen mandíbulas. Estoy aterrado como niño en la oscuridad. Otro sorbo de licor, otro vaso vacío, otra ronda, para disimular. Sonrío, dudo, pregunto, sonrío. No aguanto más. Desvío la mirada hacia la barra y, desde ahí, la orquídea me mira fijamente con sus hileras de caras hambrientas. Quiero echar a correr, pero estoy atrapado. Para contener el impulso, sirvo una ronda más.

El ron está embrujado. Creo que ella también se ha dado cuenta. El licor ha apagado su candor deslumbrante y la ha dejado desnuda, como la botella en el centro de la mesa. Maldita sea, la vida es muy ingrata, pero ella no le guarda rencor. Es más, muestra sin pudor todos sus colores, unos tenues y gentiles, otros intensos y desgarradores, otros sombríos y dolorosos. No hay caso. Para mí, ya no es Blanca.

El paso del tiempo me sacude. Ordena a la mano posar el vaso en la mesa. No más rondas, por favor. Con la mirada, busco al mozo para que traiga la cuenta y no puedo evitar toparme con la magnífica planta.

Me tengo que ir. Acabo de arrancar una de sus flores milenarias para que en un minuto se marchitara en mis manos.

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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