Once de septiembre — Carola

Desde el sofá en falso cuero, Carola observa los movimientos solemnes de su abuela absorta en el ritual de desplegar la bandera nacional. Igual que todos los años, la izará de un pequeño mástil amarrado de las rejas del balcón que, desde la Avenida Grecia, mira a la cordillera. 

Mientras se balancea disimuladamente para despegar los muslos del sofá, mira de reojo a su padre, que echa humo por la nariz. Se acuerda de cuando era niña y creía que su papá era un dragón y entonces lo agarraba de los bigotes y le pedía que le hiciera anillos de humo. Después le pedía que la llevara a volar sobre la ciudad, entonces el papá la cargaba sobre los hombros y, corriendo, daba la vuelta de toda la casa y, como gran final, venía la voltereta en el balcón y desde ahí se tocaban las montañas.

Carolina mira a su padre: los bigotes cansados le han tapado la sonrisa. Está por entristecerse, cuando él estalla en una gran nube de humo, sacudido por un incontrolable ataque de tos. Entonces, se le ocurre que el viejo va a escupir fuego y va a salir volando de verdad y casi se le escapa una risa. Al recuperar la compostura, el padre castiga el cigarrillo, aplastándolo sin piedad.

—Algún día te vas a morir por eso— sentencia la abuela sin mirar a su hijo.  

Entonces éste, desde el fondo del cenicero, levanta su índice derecho y, apuntando a su madre y a la bandera dejada voluntariamente a media asta, la amenaza: “Algún día te van a multar por eso…¿Hasta cuándo mamá?”.  La abuela sacude lentamente la cabeza y sigue impasible con sus quehaceres. Está a punto de convertirse en una sombra. Lustrará el marco y el vidrio de los retratos de sus otros dos hijos, se sentará  en un rincón y tejerá, sin comer, beber ni proferir palabra hasta mañana. Una vez más, es once de septiembre.

—Las penas son como las nubes en el cielo, pasan, se van, pero siempre vuelven, y siempre vuelven a pasar— le dijo una vez la abuela.

Cuando era chiquitita, Carola no entendía. Su padre no abría el negocio por la tarde, entonces ella pensaba que era un día de fiesta y que la iba a llevar a jugar al parque. Es tan bonito septiembre: los volantines salen a perseguir a los pájaros, llueven  flores. Sin embargo, la tarde del día once, aniversario del golpe militar de mil novecientos setenta y tres, su padre se sentaba, siempre en la misma esquina de la cocina, leía el diario y fumaba, sin comer, beber, ni decir nada hasta el día siguiente. Al ponerse el sol, le ordenaba con un gesto ir a acostarse. Cuando ella alegaba que era muy temprano y que aún no tenía sueño, el papá, rompía el silencio y la asustaba con que pronto saldrían los fantasmas. Y, efectivamente, nada más oscurecer, empezaban los gritos terribles, las estampidas y los aullidos. Casi siempre la bulla era tal que no se podía dormir. Y ella, aterrada, se enrollaba en las sábanas y respiraba apenas.

Carola quiere romper el hechizo. Extiende los brazos hacia delante, se balancea hasta vencer la gravedad pegajosa del sofá y se dirige hacia el baño. Cierra la puerta a sus espaldas, se  saca el uniforme del colegio, cuenta los moretones en sus brazos y piernas, son tres. Piensa en los anhelos de justicia de su abuela y siente que la entiende un poco más. Se pone los jeans y la camisa de calle. Calza las zapatillas, como preparándose para salir, aún sabiendo que hoy no la van a dejar, pues la tarde de los once de septiembre, siempre hay desmanes en el barrio y la cosa se pone muy peligrosa. Hasta se escuchan los balazos a la vuelta de la esquina.

—¿Adónde vai, cabrita?— interroga seco su padre despegando apenas la mirada del diario.

—Voy a salir un rato…— le provoca Carola.

—Vos no salí a ninguna parte, o ¿no sabí que día es hoy? — acomete el padre.

—Ay papá, qué le poní color, esa weá ya quedó en el pasado…ustedes se quedaron más pegados…no cachan que ya estamos en otra…— se rebela ella.

Entonces el padre la sorprende, desplegando sobre la mesa la página del diario que habla de las  protestas estudiantiles.  Y, mirándola fijamente, añade: “¿Creí que no sé en qué andai metida?”

—¿Y qué tiene de malo? ¡Luchamos por lo que es justo, igual que ustedes!— reclama Carola indignada.

—Nos salió revolucionaria la cabra— comenta irónico el padre dirigiéndose a la abuela.

La abuela levanta la cabeza. Su mirada es inaguantable.

—¿Y qué pasa si la agarran los pacos?— se defiende el padre —Viste lo que está pasando con las niñitas, esos culiados no tienen escrúpulos…si ya es escándalo a nivel mundial…menos en Chile, po...acá nunca pasa nada…

Carola levanta bruscamente la manga de la camisa, dejando al descubierto el moretón en el brazo izquierdo. Busca en los ojos del padre la chispa de orgullo y solemnidad que resplandeció esa vez que le dijo “Eres hija de la democracia”. Ella nunca habría de olvidar lo que había costado su libertad. Sin embargo, en este preciso momento, Carola mira a su padre y ve una sombra. No aguanta más. Quiere gritar que nada vale la pena, maldita sea, que de nada le sirve la democracia, si nació pobre, morena y, más encima, mujer. Sus ojos se hinchan, su barbilla empieza a temblar. Se desploma y el sofá la vuelve a tragar.  

Afuera, ya se escuchan los gritos, los disparos y las sirenas. Más gente va a morir, este once de septiembre. Carola se tapa los oídos y repite para sus adentros las palabras de la abuela: “Las penas son como las nubes en el cielo, pasan, se van, pero siempre vuelven, y siempre vuelven a pasar…”.

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

Contacto

El Entretecho lauven18@hotmail.com