La pecera

La semana pasada se casó mi mejor amigo. Hace dos días, mi padre se suicidó. Llevo casi treinta horas entre vuelos y escalas, con el alma embutida en el maletín del trabajo. Bajo del avión y me apresuro hacia el andén. El tren viene lleno. Péndulo infalible, marcando al segundo el compás de la cotidiana resignación. El movimiento al unísono de la masa trabajadora. Cientos de miles de pasajeros anónimos, abnegados. Lo dejo pasar. Desfile de cuerpos detrás de las ventanillas. Es como una pecera repleta. Me sacude un mareo. Vértigo, tal vez. El siguiente tren, igual de lleno. Y yo, vaciado por el desconcierto. Lo dejo pasar. Ya ni sé cuál de las dos noticias me sorprendió más. No me atrevo a abordar. Mi cuerpo no aguantaría la presión de la muchedumbre. Colapsaría, quedaría como un pellejo lacio, al lado del maletín, caja fuerte del alma entregada al deber. Llevo diez años fuera de Japón. Por fin, un vagón un poco menos repleto.

Exhausto, giro la llave en la cerradura, cierro la puerta a mis espaldas. Tum, tum, tum. El ruido del maletín en el suelo, mi abrigo en el suelo, mi cuerpo en el suelo. Uno a uno, retumban en la casa vacía. Tum, tum, tum. Le hace eco mi corazón. Hace tiempo que mi padre se había mudado a un departamento minúsculo, mucho más cerca del lugar de trabajo. Tuu, tuu, tuu, le hace eco el teléfono. De nuevo, el mareo. Transpiro. Diez años, sin saber nada de él. Por fin, una voz tímida asoma al otro lado de la línea. Respiro. Lamenta profundamente lo ocurrido, se disculpa por no haberme llamado él antes, pues suponía que yo vendría viajando. Me asegura que estará en los funerales. Le propongo que salgamos a cenar, para que conversemos de la vida como lo hacen los viejos amigos. Se excusa por no haberme invitado a la boda. Había sido una ceremonia muy íntima, especial. Insiste para que vaya a su casa. Con una emotividad inusual en él, me confiesa que le haría mucha ilusión presentarme a su esposa.

El sol ya se ha escondido tras los edificios, paredes de cristal. Detrás de ellas, multitud ordenada de escritorios, de pantallas. Detrás de ellas, obreros anónimos, entregando su alma. Acuarios de peces grises, apagados. Afuera, los pétalos de los cerezos escriben palabras de amor en la brisa. Los turistas sacan fotos, extasiados. No era éste el momento para morirse. Otro edificio más. Departamentos de lujo. Último piso. No esperaba menos de mi amigo, el más brillante del curso, siempre aspirando a la excelencia, aun cuando ya la hubiese alcanzado. Por lo mismo, me descolocó tanto lo de la boda. El amor es un camino demasiado tortuoso e incierto hacia la perfección, decía mi viejo.

En la puerta, mi mejor amigo, diez años después. Me cuesta contener la emoción. He tenido un día difícil. Le pregunto por su carrera, por sus negocios, por nuestros amigos, por sus carreras, por sus negocios. Quiero recuperar el tiempo perdido. Me apresuro con las preguntas. Él sigue siendo el mismo, atento, de pocas palabras. Me disculpo. Es la vida la que me impone ponerme al día. Le pido que me cuente de su esposa, de cómo se habían conocido. Estoy expectante. En cualquier momento, hará ingreso una mujer elegante, atractiva, brillante, simplemente perfecta. La imagino llegando del trabajo, desde alguna reunión de directorio de una gran empresa, al hogar, al nido recién construido, para entregarse cuerpo y alma al magnífico hombre que es mi amigo. Su cuerpo, también me atrevo a imaginarlo por un instante, y me sonrojo.

Un gesto solemne anuncia que ha llegado el momento. Me extraña no haber escuchado la puerta. Puede que ella ya estuviera en casa. Lo más seguro, trabajando de forma remota, pues así se estila en las grandes empresas. Me invita a pasar a una sala de enormes ventanales. Sorprendemos a la ciudad poniéndose su traje de noche, entre los últimos rubores crepusculares. Un ambiente minimalista, sublime, impecable. Desde la cama blanca, pulcramente acomodada entre cojines, llama la atención una muñeca de trapo. Para ser franco, desentona con el ambiente, aunque le entrega un toque menos aséptico. Pareciera un personaje de los dibujos animados. Debe ser algún recuerdo. O quizás la mujer tenga hijos de un matrimonio anterior, lo cual no hace más que alimentar mi perplejidad. Entonces, justo en el centro de la habitación, un detalle aún más extravagante me captura la mirada. Una especie de acuario. Adentro, una criatura luminosa ondea con gracia surreal. Intrigado por el ondular de sus largas colas celestes, me pregunto de qué clase de pez tropical se tratará. Al acercarme, reconozco sus ojos redondos, enormes. ¡La muñeca que yace en la cama! Mejor dicho, su holograma. La mano de mi amigo roza el vidrio con infinita ternura. Sonríe. Me gustaría hacer lo mismo, pero el desconcierto puede más. Las felicitaciones se me hielan en la boca. Recuerdo haber escuchado de un caso parecido en las noticias.

Me ruega que me quede a cenar. Me excuso, a estas alturas llevo casi dos días sin dormir y mañana he de madrugar. Demasiados trámites con el asunto de mi viejo. —Nos vemos en el funeral —promete solemnemente—. Iré con ella. Sonrío, cierro la puerta a mis espaldas.

Sobre el traje de noche de la ciudad, los pétalos de los cerezos relucen como lentejuelas. Todo me sabe tan artificial. Y nunca me he sentido tan solo.

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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