Kilómetros de agua

Mis suelas atropellan peldaños, ahuyentadas por el estampido de la puerta del coche de mi madre que, dos veces al día, me deposita a los pies de la escalera de la piscina municipal.

Los números blancos del reloj se asoman redondos y perentorios a través del vaho, indicándome que sólo me quedan ocho minutos para abandonar mi ropa de calle adentro de un casillero, disfrazarme de pez y perderme en monótono andar por ese pequeño mundo celeste donde, cada día, me dejo atrás kilómetros de agua.

¿Llegaré a alguna parte? Los seres humanos somos animales terrestres. ¿No sería acaso mejor aprender a caminar? En una fracción de segundo me desvisto de las preguntas inútiles y me recuerdo que una hora de flexiones de brazos espera, sin posibilidad de apelación, a todos aquellos que se atrasan.

Respiro hondo, como en acto preparatorio a la apnea, y jalo con vehemencia de la puerta empañada, sumergiéndome en esa atmósfera saturada de humedad, cloro y silbidos. A los pocos segundos, me invade el inconfundible fragor de las tropas de manos y pies que golpean mecánicamente la superficie líquida, moliendo kilómetros de agua.

Una vez más me deslizo en este minúsculo mundo acuático poblado de seres de patas palmeadas, de  cabezas de variopinta goma y de ojos enormes, verdes, azules, negros, rojos, todos igualmente opacos, inexpresivos. Seres de brazos esbeltos en perpetua rotación, palas de molinos que no generan energía, al contrario, la gastan, para no llegar a ninguna parte. Son mis semejantes, humanos convertidos en peces, atrapados en un movimiento inútil, paradójico, sin rumbo, vaivén de baldosas, de filas de lámparas de neón, de baldosas, de lámparas de neón. Todo alrededor, los ventanales enormes, empañados, negros.

Aquí estoy yo, cuando falta un minuto para las siete de la tarde, revolviendo con la punta del dedo índice el escupitajo dentro de mis gafas. Aquí estoy yo, a punto de completar mi metamorfosis diaria. Un silbido me empuja hacia el borde. Me lanzo y, finalmente, no hay más silbidos, no hay más gritos. Sólo es silencio, el silencio envolvente y burbujeado del agua, apenas interrumpido por el movimiento de otros peces. Otros peces como yo, mis semejantes.

Acaricio las baldosas azules, me acurruco en el fondo y ahí permanezco, hasta que la última burbuja de aire se me escapa de la nariz. Rompo la superficie líquida, mis brazos empiezan a girar. Miro de reojo el cronómetro. Contemplo la silenciosa rotación de sus agujas. Movimiento impasible en el que han transcurrido cientos de kilómetros de aguas, cientos de mis días, casi desde que tengo memoria.

Aquí estoy yo, trazando el camino que no llega a ninguna parte.

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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