Rangiroa

Hay un lugar en el mundo donde la gente habita etéreas constelaciones coralinas dibujadas en el azul infinito. Allí, donde el transcurrir del tiempo es marcado por el incansable latido oceánico, pausado vaivén de olas y mareas, cuesta imaginar un día especial. Sin embargo, hoy lo es.

Una forastera prepara la mesa al frente del mar. Poco a poco, la gente del pueblo empieza a acudir al lugar, posando sus miradas expectantes en la desembocadura de la laguna. Finalmente, la blanca proa del barco que cada mes trae colores, sabores e historias al atolón, hace su entrada triunfal, acompañada por un cortejo de delfines.

Al recalar el buque en las aguas turquesas, una bandada de botes se desprende de su ancha quilla y vuela rápido hacia la playa. Los lugareños se amontonan en el embarcadero, con los billetes listos para adjudicarse la mejor fruta y los brazos abiertos para recibir a sus seres queridos. Hoy es un día de fiesta.

La forastera permanece apartada de la multitud, escondida detrás de un gran sombrero de hojas de palmera trenzadas. A medida de que se disipa el gentío, el latido de su corazón va acallando el del océano y el tiempo vuelve a transcurrir en su mente. Ella intenta entonces sacudírselo de encima y se levanta de golpe. Está tan aturdida que ni siente los filos del coral en la planta de los pies.   

    —No has cambiado nada— constata  con ternura el hombre venido del mar.

Descalzo en la orilla, indiferente a las punzadas del coral, sostiene una bolsa llena de magnífica fruta. Ella observa detenidamente el movimiento de sus manos, aguantando la respiración. Al terminar de acomodar la fruta en la mesa,  el hombre empuña el cuchillo y entonces deja que el gran sombrero de hojas de palmera trenzadas le destape el rostro. Acto seguido, ella empuña el sacacorchos y se atreve: “Tú tampoco”.  Él le convida la jugosa fruta, ella sirve las copas de vino.

Se abre una brecha en el dique del tiempo y la distancia. A través de ella, la masa fluida de los recuerdos, las esperanzas y las desilusiones, la gratitud y los reproches, las certezas y las dudas, se desborda irremediablemente, apoderándose de todos los elementos. Se abre el paso a través de las aristas de las palabras, de las llanuras del silencio, de los abismos de las miradas.

Al lento ondear de los cocoteros, la mujer se asoma al abismo de la vida andada y la invade un vértigo primordial, de esos que entran a vaciar el alma desde su centro. Ella se agarra firme del brazo de él, para no desplomarse.

    —Madame…— la despierta con delicadeza la encargada de la pensión “Rangiroa”, en la que se está hospedando. La pequeña cabaña sólo tiene una cama, una ventana y un baño. La mesa queda afuera, a la sombra de los cocoteros, que protegen el patio del viento del océano. La forastera había conocido ese lugar décadas atrás, durante uno de sus viajes. En aquel entonces había decidido que allí volvería al final de su largo andar, a cumplir con una loca e inocente promesa de juventud.

La encargada de la pensión, ahora una lugareña menuda y reservada, sabe que los días de la llegada del barco son muy especiales para su huésped. Únicamente en esas ocasiones, la veterana viajera abandona su rutina y queda absorta en un silencioso ritual, como si estuviera esperando a alguien. Entonces la locataria, quien nunca se ha atrevido a preguntar, da rienda suelta a su fantasía juvenil e imagina una cita romántica, de esas que algunas personas aguardan toda una vida. Después, mira de reojo ese rostro arrugado y se entristece al concluir que la pobre anciana debe haber llegado a la isla a esperar a la muerte.

Discreta y eficiente, la joven encargada ha tapado la fruta para protegerla de las moscas y ha colocado una gran y carnosa flor de tiaré en la mesa. Siempre atenta, se preocupa de retirar las sillas a tiempo, antes de que la marea suba. Aprovecha también para llevar  una camisa de abrigo y para llenar la copa de vino.  Ya está atardeciendo. Las gaviotas bordan con hilos transparentes el amplio cielo del atolón.

La mujer toma un sorbo de vino. Una sutil melancolía le cierra la garganta al preguntarse si él vivirá todavía.

    —Te voy a esperar en el paraíso— le prometió él hace medio siglo.

Ella sonríe. Sólo ha sido un  amor de juventud. Y, sin embargo, como un hilo invisible, esa mirada ha ido tejiendo su vida entera. De pronto, se siente amarrada, incómoda, casi molesta. Se le ocurre que su largo andar no ha servido de nada, si la ha conducido de vuelta al punto de partida. Inquieta, se desplaza hacia la orilla occidental, la que da hacia el mar abierto.

Igual que todas las tardes, la mujer escucha las olas del océano romper en las rocas. Le preguntan con insistencia qué cambiaría si pudiera volver a nacer. Y ella, a cada atardecer (a cada renacer), le contesta que no va a cambiar absolutamente nada. 

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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