El Alquimista

Vuelvo sobre mis pasos, sin encontrarlos. Es culpa del viento que no se cansa de borrarlos. Hace días que me viene siguiendo. Se divierte esculpiendo nubes de mármol para luego transformarlas en plumas, en un perpetuo juego de magia.

Ya no aguanto el peso del bulto en el que voy echando, por si acaso, las piedras con las que me encuentro al andar, porque nunca más quiero volver a tropezarme con ellas. En un bolsillo del abrigo voy guardando unas pocas, las más coloridas. De tanto en tanto, las examino a trasluz y le suplico al sol que reviva todos los colores que mi corazón sea capaz de ver. Recojo unas pocas en la palma de la mano.

—Son grises— observo —en gris no puedo redibujarme el alma.

Suspiro. El aire se derrumba en mis pulmones, sin alcanzar a llenarlos. Me ahogo. Entonces, apoyo los dedos entre las clavículas, palpando la tráquea y me acuerdo de que todo es un círculo. Noche y día, mar y montes, turquesa y lapislázuli. Ahí están los colores de mi alma. Los recuerdo, pero no los puedo ver, pues el cordel que sostiene el anillo está viejo y gastado y ya no lo puedo soltar.

—Necesito al Alquimista— declaro. El escéptico me pregunta si acaso pretendo transformar unas piedras ordinarias en oro. Muevo lentamente la cabeza en signo de negación.

—Los alquimistas ya no existen— recalca pedante. No me rindo. Yo sé dónde encontrarlo. He de volver una vez más sobre mis pasos, cruzando la pampa en dirección suroeste, hasta encontrarme con unas lomas vestidas de matorrales. Al otro lado, cerca de donde se pone el sol, hay un gran árbol solitario. En su inmenso tronco, esculpido por el viento milenario, tiene su morada el Alquimista.

—O sea que en algún remoto lugar de esta pampa hay una fábrica de oro— ironiza el escéptico. Me doy un golpecito en la nuca, para que se calle de una vez. Siempre anda jugando al escondite detrás de mi oreja derecha. De todos mis duendes, es, por lejos, el más petulante. 

—No es oro lo que busco— grito escupiendo rabia.

Y así, al poco rato de reanudar mi marcha, atisbo una piedra diferente a todas las demás. Parece más clara, más transparente, de un celeste etéreo.

—Aguamarina— suspiro. Se me cae una lágrima. La madre de mi madre tenía una, engastada en filigrana de plata. Era el tesoro de familia del que tendría que volverme la única guardiana, de no haber sido usurpado años antes de que el tiempo se robara a mi abuela.

—No hay aguamarinas en la pampa— susurra el escéptico. Sigue agazapado detrás de mi oreja. Quiero asestarle el golpe decisivo, pero resuelvo hacer caso omiso.

Finalmente, tras largas horas de marcha, alcanzo las raíces del gran árbol. Acaricio la corteza para absorber su sabiduría milenaria, antes de asomarme a la puerta siempre abierta. Porque el Alquimista no tiene secretos. A todo caminante que le visite, ofrece sorbos del brebaje sagrado de la pampa. Con sus poderes, da forma y color al alma de quien se la deje leer. Entonces, el Alquimista pone en la mano del visitante una bolsita de tela blanca. En ella, el viajero encontrará su joya, el tesoro que siempre habrá de llevar consigo. Cada pieza es única y mágica, pues su guardián, solamente al tocarla, se reencontrará a sí mismo, cada vez que ande perdido.

Doy una vuelta al tronco y, con gran sorpresa, hallo la puerta cerrada. Toco, sin recibir respuesta. Haciéndome sombra con las manos, ojeo a través de la ventana, también cerrada. Todo parece estar en su lugar y, sin embargo, el taller se ve vacío. Quedan algunas joyas, varias de ellas sin terminar. Pedacitos del alma del mundo esperando a su dueño. Echo una mirada a la aguamarina y me la guardo en el corazón.

El viento sacude las ramas milenarias, sin encontrar respuesta. Se aleja en un torbellino de polvo, amenazando con no regresar.

Y, sin embargo, vuelve una vez más para contarme que el Alquimista ha partido para siempre.

 

 

En memoria de Ricardo Varela, “El Flaco”.

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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