Naufragio

Me hundo en el agua, mirando hacia el este, hacia el abismo oscuro y frío. Sin luz ya no hay transparencia, no hay camino hacia el azul infinito, sólo hay un muro de hielo en el que me quedaría congelado, paralizado en la inmovilidad eterna. No es el hielo vivo, en que la luz juega esculpiendo los maravillosos colores del agua. Es el hielo negro de las profundidades del Universo, donde se roza el límite inferior de las temperaturas, la ausencia de agitación térmica, de signos vitales. Es donde los ingredientes básicos de la vida pueden fluctuar en el frío por siempre, sin nunca llegar a despertar. Es la oscuridad gélida de los abismos marinos, donde la presión aprieta hasta inmovilizar.

El agua a pocos grados de tornarse sólida protege a las maderas del casco y a las carnes de mi cuerpo de la descomposición. Permanezco rígido como centinela, aferrado con la mano izquierda del palo mayor, la piel blanca, traslúcida, el cabello negro ondeando de manera apenas perceptible, los ojos abiertos, esperando avistar la linterna de alguna monstruosa criatura abisal. Las velas fluctúan hilachentas casi sin moverse, víctimas de la batalla perdida contra los vientos y las olas. El frío opresivo del abismo las conserva, petrificadas en el acto heroico de resistirse a las fuerzas del cielo y del mar. Así terminaría mi naufragio. Nada más lejos de la disolución. Nada de deshacerse en la inmensidad del mar, para volver a ser agua libre.

Me hundiría junto a mi barco, cayendo pesado hasta tocar el fondo, desplomándome como soldado alcanzado por una bala disparada derecho al corazón. Una fracción de segundo en que cesa de golpe el fragor de la guerra, el estrépito de las armas, los lamentos de los moribundos y todo sin que salpique una sola gota de sangre. Una mísera fracción de segundo en la que quedan congelados todos los ideales y las aberraciones, todo el amor y el odio, todo el desaliento y toda la esperanza de que la guerra terminara algún día. Una sola bala fría que revienta el corazón separando irreversiblemente la vida de la historia. La mejilla empalidecida rebota en el suelo. El polvo llena los ojos desgranados, que sólo piden una mano amiga, la última caricia benévola deseándoles el descanso eterno. Así de rápida puede ser la muerte.

Así de rápido me desplomaría hasta el fondo del mar. Para que el agua gélida me guarde eternamente cristalizado en mi último instante. 

 

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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