Hombre, perro y gato al agua

La blanca espuma aflora del cobalto a borbotones, un encaje en ebullición que se deshilacha camino al horizonte. Las alas afiladas de un albatros cortan por un instante la respiración ininterrumpida de la hélice.

—Contemplación nostálgica del pasado —sentencia el Capitán, apostando a leerme el alma.

—En absoluto. Es entrega incondicional al futuro. Es la certeza de que tu barco surcará buenas aguas. Es tal la confianza en la fortuna —insisto—, que no necesitas espiarle las cartas. Puedes darte el lujo de sentarte en la popa y contemplar las horas deshaciéndose en la estela.

El Capitán responde con una mueca entre incredulidad e ironía. Lleva pegados a los huesos tatuajes borrosos, de más de medio siglo. De los labios, le cuelga un cigarrillo sin encender y de los párpados una mirada aburrida, de quien ya no quiere más millas en el mar. No me compra el cuento, y con razón, si recién empiezo a ensayar en esto. Encoge los hombros y enciende el cigarrillo. —No sé en que estaría pensando mi padre, cuando se le ocurrió criar a una camada de seis en un velero de quince metros —irrumpe tras varios minutos de silencio—. Soy el mayor. Nunca le he perdonado por privarnos de una existencia normal. Ir al colegio, tener amigos. Un auto para mamá. Lo merecía. En vez de pasar sustos cruzando océanos y tormentas… ¡Hora de comer!

El Capitán prepara el anzuelo, lo lanza y fija la caña en el pasamano de popa. El albatros se esconde entre las olas. El Capitán iza las velas y apaga el motor. La sombra del viento se derrama sobre el agua. Ambos la presintieron, antes de que yo la viera llegar. El barco se inclina suavemente hacia estribor. El albatros cabalga la ráfaga a proa. Las lonas respiran, el mástil y las drizas silban cantos de sirenas. El Capitán me ordena tomar el timón.

—¡Y el perro! —exclama dejando caer el peso de su exiguo cuerpo a barlovento— El pobre perro. Un barco no es vida para un perro. Tener que tirarlo por la borda en vez de sacarlo a pasear. Una vez casi se lo desayuna un tiburón. Quedamos todos temblando, menos mi viejo. Él aplicaba la ley del océano sin piedad ni distinción. Como un principio universal, ineludible. El Capitán saca su petaca y toma un sorbo de whisky, para el resentimiento. Lo lleva incrustado en el alma, como molusco en el casco de un barco hundido.

—Menos es vida para un gato. Pero, tanto insistió mi hermana pequeña, la menor de todos, que papá le dio en el gusto. Siempre fue la niña de sus ojos —El Capitán prende otro cigarrillo y continúa—. Entonces, un día llegamos a una playa maravillosa, engastada en enormes acantilados, totalmente inaccesible por tierra. Mi hermana se empeñó en que Gatito (así lo llamaba, sin más) también bajara a tierra, lugar en el que no tardó en descubrir toda clase de entretenciones. Algas, arena, conchas, por no hablar de los cangrejos ermitaños, prodigio que lo cautivó sin remedio. Era una fiesta: el perro corriendo, persiguiendo gaviotas, mis hermanos tirándose bolas de algas, construyendo y derrumbando castillos de arena, corriendo, saltando, persiguiendo al perro. Se me apretaba el corazón. Somos animales terrestres, después de todo. Y Gatito, con todos los cangrejos ermitaños atrincherados ya en sus casas, también salió detrás del perro a perseguir gaviotas, hasta que una de las grandotas lo agarró de un picotazo y salió volando. Se nublaron los ojos de mi hermana. Pero, en seguida, un chillido rajó el silencio, la gaviota se tambaleó y Gatito cayó al agua, a unos sesenta metros de la orilla. Sin mirarnos, saltamos al bote y remamos, hasta pescar al gato. Cosa de minutos. Eso es crecer en un barco. Aprendes a leer la piel del mar, donde los demás sólo ven agua —Entre los pasajeros, nos mirábamos estupefactos—. Gatito, empapado, temblaba en el pecho de mi hermana y ella sollozaba y le prometía que, cuando grande, se lo llevaría a vivir a la tierra. No alcanzó. Gatito exhaló su último aliento a bordo diez años después, pero jamás le faltó pescado fresco y, por cierto, nunca más volvió a perseguir gaviotas.

—¡Delfines a babor! —señala el Capitán disponiéndose a reanudar el cuento— Mi hermano, el segundo de nosotros por edad, fue el primero en desembarcar y se llevó al perro, que murió de viejo en una caseta para perros, en el jardín de una casa de verdad, una casa con cimientos y garaje con un auto adentro. La misma casa, para el resto de su vida. Lo llamo todas las semanas, siempre yo. Me devuelve palabras escuetas, que apenas alcanzo a discernir sobre el ruido de fondo de la televisión. Te quiero hermano, hablamos otro día. Eso le digo siempre…

Otro sorbo de whisky para la melancolía. El Capitán apunta con el dedo a un carguero mastodóntico que se apresta a hacer ingreso a la enorme bahía del puerto. —Apuesto a que va a atracar en el muelle a las seis y diez minutos —retaba los pasajeros. Un trago, dos tragos, una botella. Vamos, se aceptan apuestas. Seis, seis quince, le siguieron el juego. Cinco cincuenta, seis y media, se atrevieron los más osados.

—Se ganaba más plata en los mercantiles —continúa arrastrando palabras resignadas—. En eso me pasé veinticinco años, hasta que mis hijos se graduaron —Una sonrisa invierte por un momento la curva natural de sus labios—. Pero un día conocí al hombre más afortunado del mundo. Después de una semana de trabajo frenético para asegurar el zarpe, la tripulación merecía un respiro. Una buena comida, unos buenos tragos, como corresponde. Y al día siguiente, como si nada, todos en sus puestos. Menos uno. El ayudante de cocina. Un joven parco, reservado, de esos especímenes poco comunes en la marina mercante. Podía haberse quedado dormido. No estaba en su camarote, no estaba en el baño, no estaba en ninguna parte. Registramos el buque completo. Ni rastro. Tenía que haber caído al agua, no había otra explicación. Miradas perplejas. ¿Se habrá tirado? No, no era un tipo cansado de la vida. Miradas de interrogación. ¿Quién fue el último que lo vio? Estaba recogiendo las bandejas y botando los restos al agua. Recuento de bandejas. Faltaban dos. Eso era. Un paso de más. Un movimiento imperceptible que de pronto rompe el balanceo pausado del oleaje y, si te pilla mal parado, te tira por la borda como comida para los peces. Debían haber transcurrido por lo menos seis horas. Miradas abatidas. Íbamos surcando las aguas más peligrosas del suroeste de Australia. Orden inmediata de búsqueda, viraje en ciento ochenta grados y de vuelta, calculando el desplazamiento producido por las corrientes. Una misión casi imposible —El Capitán hace una pausa y prende otro cigarrillo, mientras que una docena de pares de ojos se clavan en sus labios—. Y no lo van a creer, pero seis horas y cuarenta minutos después… ¡Hombre al agua! Un ovillo insignificante en la aterradora vastedad del piélago. Apenas levantó un brazo. Apenas respiraba, el pecho mordido por la hipotermia. Así se había mantenido a flote, sin chaleco salvavida, en la gélida oscuridad de la noche, pasando desapercibido ante los radares de cientos de tiburones blancos que merodean en esas profundidades. Nadie lo podía creer. Ni él mismo se lo cree todavía. Lleva cuarenta años celebrando…

El Capitán traga otro sorbo de licor, esta vez a la salud del hombre más afortunado del mundo. La energía ya no le cabe en el cuerpo. Se levanta. Tensa las velas. El viento sopla más fuerte y racheado ahora. Hace seña que me haga a un lado y toma el timón. Se enciende su mirada al fijarse en el horizonte, como el sol al atardecer.

—Las mujeres van a ser quienes salven el mundo, créame —sentencia sin mirarme y apuntando al carguero—. Le apuesto una botella a que atraca en el muelle a las seis y diez.

Recojo los binoculares y me atrevo: seis y cinco.

Silencio. Aún está maniobrando. Ya no. Ya va la primera amarra. Seis y seis minutos.

¡A su salud, Capitán!

 

 

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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