Tres hojas en blanco

Veinte horas volando, cuatro aeronaves, cada una más pequeña que la anterior, la última con sólo seis filas de asientos, se me ocurre que al próximo vuelo tendré que aletear yo misma, se me escapa una risa, entonces me pregunta si soy artista, nos separa el angosto pasillo que da a la cabina de pilotaje, totalmente abierta, vuelvo a reír un no rotundo, sin entender el motivo de su curiosidad, sin percatarme de la mariposa posada sobre mis muslos, el lápiz su cuerpo, dos hojas en blanco sus alas, le aclaro que no, que sólo enredo y desenredo trazos, algunos tejen dibujos, otros bordan palabras, entonces es escritora, insiste, esto último no puedo negarlo rotundamente, porque en efecto es una actividad que practico como pasatiempo, cuando tengo tiempo, que es casi nunca, de hecho, quisiera que no sirva de ejemplo, pero es la cruda realidad, en los últimos dos años he escrito tres, ninguna buena, confieso inclinando el cuaderno, hago pasar las páginas, como intentando que cobren vida propia, y por poco lo consiguen, entonces ella se queda admirando mi caligrafía, que es lo único que se ha mantenido inmune al paso del tiempo, hecho que encuentro francamente prodigioso, aunque a ella pareciera no generarle el más mínimo asombro, y entonces me sorprende con la revelación que después de cierta edad la letra no cambia, y es tal mi estupor que ni siquiera se me ocurre preguntarle qué edad es esa, sin querer me rindo a su insistencia y respondo, escribo mayoritariamente relatos cortos, pequeñas historias, de todo un poco y nada en particular, historias reales, pero no demasiado, interpretaciones fantasiosas de la realidad tal vez, sigo aclarando, nada muy útil en verdad, concluyo, casi arrepentida de haberle dado la pasada, y digo casi porque apenas tardo unos segundos en percatarme de la llama que súbitamente se enciende en sus ojos al pronunciar la palabra mágica, historias, sonríe, historias, se afirma del apoyabrazos, estamos listas para el despegue, me avisa con ese simple gesto, aunque llevemos rato a la altura de crucero, según el capitán, historias, se arrima hacia mí, como queriendo revelarme un secreto al oído, tengo muchas historias, confiesa, y le creo, debe ser fácilmente más de un siglo, adivino por su piel transparente, por sus córneas opacas, érase una vez un muchacho que viajaba de polizón en la panza de un barco, empieza y sé que no la podré parar, huía de los cielos grises de su ciudad natal, para buscar un tesoro escondido en algún lugar prodigioso de lejanas regiones australes, enterrado en el desierto, hundido en un naufragio, eso habría de descubrir, esa sería la razón de su existir, a eso partió, sin plata ni más pistas, con lo puesto, como se dice, que era unos trapos y toda la vida que le quedaba por delante, caminó la soledad del despoblado, escarbó en las entrañas inertes, piedra tras piedra, jamás se dio por vencido, tuvo hijos, los perdió, la tuberculosis, al parecer, su esposa no aguantó, no entiendo si también falleció por la enfermedad, si se quitó la vida o simplemente lo abandonó, el asunto es que ahí ya no había oro, si era verdad que alguna vez lo hubo, así que regresó al mar, navegó la libertad del azul infinito, por arrecifes y naufragios, aprendió a respirar bajo el agua, de isla en isla, no había una igual a otra, perlas, eso era lo más codiciado por aquellos tiempos, aún más que el mismísimo oro, podría ser una historia real, pienso, de principios del siglo pasado, podría tener algo que ver con su historia, se me ocurre, pero no me atrevo a preguntar, estoy demasiado concentrada en captar palabras, hebras de un hilo de voz que temo se corte en cualquier momento, que un hijo aún vive, que no, que murió en la guerra, que dio con el tesoro, que nunca lo encontró, pierdo el hilo a cada rato, pero ella parece no darse cuenta, sólo le importa contar, sin poder yo comprender qué tiene que ver todo esto con la aerodinámica del ala del Boeing 7…7. 

Vuelvo a abrir los ojos cuando ya nos encontramos sobrevolando el atolón, miro hacia el costado y ahí está la tortuga centenaria, encorvada en su asiento, me pregunto si habrá alguien esperándola en lugar tan recóndito, si acaso quedará alguien esperándola en este mundo, a qué habrá venido, si a escribir la última página de su historia, así me veo dentro de cien años, vuelvo a agarrar vuelo, o quizás a contar sus muchas historias, me pregunto a quién, si las habré soñado, saboreo la palabra mágica, historias, demasiadas historias, demasiados tesoros, demasiadas preguntas para una sola respuesta tajante, y es el golpe del suelo, se detiene la aeronave, se levanta la anciana, me hace entrega de un papel cuidadosamente doblado, lo recibo sin entender, se despide, Kia Orana, me recibe una lugareña de unos setenta u ochenta años, adivino, adorna mi cabeza y cuello con joyas fragantes y efímeras, la acompaña un hombre de edad parecida y rasgos forasteros, parece salido de un cuento de exploradores de mediados del siglo pasado, sonríe recatadamente, se disculpa por el estado del vehículo, que era prestado, mientras el suyo también estaba prestado, me pregunto a quién, me pregunto cuánta gente circulará por esta tierra precaria, ojo, es más grande y vigorosa de lo que parece, me advierten camino al punto de partida, al lugar donde he de empezar mi búsqueda, porque por alguna razón asumen, aún sin conocerme, que ando buscando algo, debe ser un rasgo común de los visitantes en estas islas de leyenda, pienso, me explican entonces que necesito un medio de transporte, un mapa y algunas indicaciones, me las anoto en la memoria, he de volver al camino principal, tomar la bifurcación hacia el norte y seguir la bajada hasta el final del muelle, ya no puedo esperar, apenas tengo tres días, el agua me quema los ojos, no sé si arde más la sal o el color, estoy aturdida, demasiado intenso, debe ser el perfume de las gardenias, el cruce de la línea de cambio de fecha o el rugido oceánico del arrecife, debe ser llegar al paraíso antes de tiempo, sin esperarlo, ángeles, unicornios, alfombras voladoras, criaturas extraordinarias danzando a mi alrededor, mientras la gran tortuga dormita en el fondo, desde hace siglos, guarda los secretos de los tesoros sumergidos, me acerco, no vale preguntar, he de encontrar por mí misma, intuyo, esas deben ser las reglas del juego, hay que saber buscar, porque a eso hemos venido, me contaron, perlas, hay muchas ahí abajo, demasiadas, pierdo el hilo una vez más, me veo sola en el azul infinito, qué vértigo, lo vuelvo a encontrar, qué alivio, perlas que se disuelven en la piel del agua, es el hilo de mi respiración, me agarro de él, me dejo guiar, azul, blanco, verde, todo brilla bajo un intenso sol de media vida, hoy cumplo cuarenta y tantos años, recuerdo, parece casualidad, pero respiro como si acabara de nacer, Kia Orana, son las tres de la tarde, no hay agua potable en el atolón, me acabo de enterar, gime la cadena de la bicicleta corroída por el aire salino, pesan los rayos del sol, pesa la garrafa de seis litros sobre mis hombros, zumban los insectos en el aire estancado, se escuchan pero no se ven, zumba el hambre en mi cráneo y todo cerrado, inmóvil, nada donde comprar, nada que diga propiedad privada, y enormes frutos olorosos colgando a los costados del camino, sobre las lápidas de los cementerios familiares, quién diría que ni los habitantes del paraíso son eternos, qué tentación, podría sacar una papaya, qué sacrilegio, es como si me hubieran sorprendido, robando de sus coloridas mesas, qué vergüenza, si les estoy viendo, reunidos a la sombra de los árboles, en un domingo perenne, así debe ser vivir en el paraíso, imagino, pero ahora todo está desierto, todo cerrado, el paraíso duerme, debe ser el hambre, el cansancio, debe ser el sol, demasiado alto, no puedo descifrar su posición en el cielo, recurro al mapa, aparecen unos niños, no sé de dónde, me miran extrañados y no es para menos, si ando buscando un tesoro, exclamo a viva voz para disimular, y sólo despierto una carcajada que resquebraja el aire denso de media tarde, sigo pedaleando, por fin, unos plátanos, unos estantes sin rejas, ni letreros, sólo una mosquitera, suplico, véndanme algo por favor, estamos cerrados, me responde una vocecita, como si fuera muy tarde y lo es, pero insisto, insiste de vuelta que saque sin más, hurgo en el monedero, me deshago en agradecimientos, sólo era una sombra, ya no está, no importa, acabo de conseguir dos plátanos, qué más puedo pedir, me como el primero de tres bocados, sigo pedaleando, un kilómetro más, una lechuga, un tomate, un pan, media docena de huevos, el único almacén de la isla que abre por las tardes dos veces a la semana, ya no puedo esperar más, avanzo hacia la orilla, un lugareño recoge madera, indiferente a mi presencia, como si fuera habitual, y es que a lo mejor llevo cien años por estos lados y ni me he dado cuenta, buceo por el laberinto de la memoria sin encontrar nada, qué alivio, me deslizo por el laberinto de corales, imagino un color y una forma, me sumerjo y la encuentro, ahora veo tesoros en todas partes y no sé con cuál quedarme, y es que a lo mejor tengo toda la vida por delante y aún no me entero, qué vértigo, ya anochece en el fondo del mar, retomo el hilo de mis perlas de aire, celeste, rosado, lila, enormes cúmulos se elevan sobre el horizonte lánguido, una parejita pasea de la mano, otro día en el paraíso, los cocoteros bailan la brisa lenta del atardecer, un fruto se desprende desde lo alto, el lugareño ni se inmuta, recoge madera, recojo mi compra, equilibro el peso de las bolsas a los dos lados del manubrio, pedaleo los kilómetros de vuelta hacia el hospedaje, hacia su imponente fortaleza vegetal, murallón infranqueable para los vientos ciclónicos, se desvanece el crepúsculo efímero del trópico sin que la naturaleza descanse, una se duerme y otra despierta, es el escuadrón de los insectos nocturnos que asecha detrás de las mosquiteras, por algo me advirtieron que las mantuviera bien cerradas, pongo la mesa al interior, despliego el mapa, lo examino, saboreo la textura esponjosa del pan, toc, una cucaracha cae al plato, toc, toc, otra, y otra, un auténtico batallón emerge de las vigas y los tabiques, estoy rodeada, el poco insecticida que queda no me alcanza ni para empezar la pelea, apago todas las luces para despistar al contingente de polillas y zancudos, me atrinchero en la oscuridad húmeda de la terraza, envío un mensaje de auxilio a la dueña, no hay respuesta, demasiado tarde, si hasta la luna y las estrellas están durmiendo, me desplomo en la hamaca en acto de rendición.

Toc, gota de rocío sobre la baranda, toc, gota de sol entre las hojas del hibisco, cambio de turno, se atrincheran los insectos nocturnos, se desperezan los pétalos, colores y perfumes hacen piruetas en la brisa, los sigo, salto de flor en flor, devoro estrellas hechas fruta, cambio la piel, aceite de coco con madera de sándalo, me acoplo al ritmo vital del paraíso, Kia Orana, consigo un vehículo motorizado, me lo habían advertido, esta tierra precaria es más abrupta de lo que parece, es el jardín colgante, voy comprendiendo, de un castillo construido sobre el espinazo del mismísimo océano por la tenacidad milenaria del coral, alcanzo el pequeño muelle del que zarpan las embarcaciones hacia la isla de leyenda, una pequeña isla dentro de la isla, fractal etéreo en el azul infinito, leyenda de amor y muerte, de un padre, un hijo y un tesoro, y no es cualquier tesoro, aseguran, saboreo la expectación que flota en la cubierta, pruebe esta piña, me invita el capitán, gracias señor, sólo he pagado la tarifa mínima, no tengo derecho a comer a bordo, insiste con que sobra comida, estamos en el paraíso, me recuerda, detiene el motor y seguimos deslizándonos, impulsados por una fuerza silenciosa, hasta que, desde una remota espuma, emerge el rugido del arrecife, ahora despójense de todas sus joyas, acá se las vamos a cuidar, y de pronto lo veo todo tan claro, nada más fácil que embelesar a forasteros con cuentos de piratas para tirarlos a los peces y quedarse con sus pertenencias, pero no, es para eludir la vigilancia de los guardianes mientras nos sumergimos, aseguran, de qué guardianes pregunto incrédula, y me responden con una carcajada, érase una vez, hace más de cuatro siglos, un enorme navío que cargaba las perlas más hermosas cosechadas a lo largo y a lo ancho de los mares del mundo, que llevaba años sin echar el ancla, que sólo navegaba de noche guiado por las estrellas, que de día se volvía transparente y se encomendaba a sigilosas corrientes, hasta que, por extraña conjunción astral, una sombra gélida lo sorprendió en medio de la tarde y, engañado por estrellas efímeras, izó sus velas, y sólo fue un minuto, y, encandilado en un estruendo mortal, se desbarrancó por la ladera del arrecife y acabó atrapado para siempre en las raíces del coral a más de treinta metros de profundidad, será el mismo, me hacen dudar y el corazón me da un vuelco, para allá vamos, me tranquilizan con que hoy no, la mar está brava allá afuera, nada que hacer, pero ellos no lo saben, sólo ven destellos bajo el agua, aclara uno de los tripulantes al señalar con el dedo un cardumen de jureles gigantes, cada uno debe pesar un quintal, son pacíficos, mientras no detecten nada reluciente, y así es, parecen tan acostumbrados a la presencia humana que caben serias dudas con respecto a su fama, dudas que se disipan al verlos abalanzarse sobre la carnada, la ofrenda diaria, el peaje a pagar para la entretención de los visitantes, insinúo, me juran que no, que es un pacto de sangre entre criaturas del mar, traspasado de padres a hijos a través de los siglos, y me pregunto qué quedará de tanto esplendor con semejante depredación, pero cuenta la leyenda que hay tantas perlas y piedras de valor inestimable ahí abajo para seguir soñando hasta el fin de los tiempos, entonces tengo tiempo, me confío, y ni se me ocurre preguntar cuánto queda para eso, recibo de vuelta mis insignificantes pertenencias junto con un canasto repleto de los frutos más deliciosos entregados por esta tierra porfiada y generosa, me deshago en agradecimientos, pregunto cuánto debo, nada, por favor, insisto, nada, insiste de vuelta el capitán y es hora de desembarcar, Kia Orana, mañana a las tres de la tarde, me recuerda la dueña, con un ademán elegante se sacude la tierra del pareo, se sube a otro jeep, más decrépito que el del primer día, espero se haya solucionado lo de las cucarachas, di instrucciones de que fumiguen más seguido, se excusa, ha de seguir trabajando en su jardín, deberes de reina en un castillo milenario, me acabo de enterar, así es la tradición en estas islas de leyenda, seguro que sí, agradezco, ya le contaré, qué torpeza más grande la mía, importunar a una reina por unas cucarachas, se me escapa una risa, ya tengo vecina, acaba de llegar, podría ser mi hija, prueba esta piña, y la papaya, y la carambola, y no te pierdas la guayaba, Kia Orana, parece que hemos venido a lo mismo, adivinamos sin palabras, entonces apurémonos, que ya se va a poner el sol, sin más preámbulos partimos al mirador que corona la mayor elevación de la isla, de ahí se intuye su forma singular, única entre miles de semejantes desperdigadas por el azul infinito, por qué ésta, pregunto, seis meses, exclamo, no será mucho tiempo, insinúo y palpo la insignificancia de mi visita fugaz, tres días no es nada, dos se han ido ya, suspiro, el sol gotea a través de las múltiples capas de nubes, como una gran masa viscosa, fluorescente, y las gotas se hacen cada vez más pequeñas, hasta derramarse en una poza incandescente que se filtra hacia abajo, por otro horizonte que se va impregnando de un rojo de otro planeta, y a lo mejor lo es, y así sucesivamente, hasta que de pronto una gota se derrama a lo largo y a lo ancho del cielo y del mar y entonces sabes que ese horizonte es el último por hoy, pregunto si bucea, asiente con una sonrisa, no me equivocaba, todo converge, se me iluminan los ojos, si volviera a nacer no me lo pienso, pero no voy a aguantar hasta ese entonces, es ahora o nunca, me arrimo hacia ella como queriendo confiarle un secreto, érase una vez una muchacha que viajaba de polizona en la panza de un barco, partió con lo puesto, como se dice, que era unos trapos grises y todos los colores que le cabían en el corazón, navegó por los mares del mundo, aprendió a respirar bajo el agua, de arrecife en arrecife, de naufragio en naufragio, ando buscando un tesoro, contestaba, siempre adelantándose a las preguntas de los curiosos, de los ociosos, de los malintencionados, y entonces estallaba en una carcajada, esto último sólo para despistar, porque así había aprendido, desde muy temprana edad, que la codicia humana no tiene límite, se decía por ahí que había recolectado tantas perlas como para ser reina del mundo durante quién sabe cuántos siglos más, pero que transitó en la más absoluta austeridad, sin que nadie pudiese explicarlo, se rumoreaba que sólo hablaba con los peces, que había sido por el terrible destino de su decendencia, que no, que estaba loca de nacimiento, que se había perdido con los aborígenes del desierto, que deambulaba por la inmensidad del despoblado esperando el regreso la gran sombra, cuando, exactamente cuatrocientos años después del hundimiento, los astros se volverían a alinear y el océano se encontraría con el desierto y, a lo mejor, hasta se acabaría el mundo, pero la única verdad es que nadie vivió tanto para contar la historia completa, sólo la gran tortuga, la que dormita en las laderas del arrecife, sólo ella sabe, ni siquiera su hijo, sí, oíste bien, un hijo sobrevivió y fue el único, y sin saberlo siguió sus pasos, de isla en isla, en sus años de piloto, durante y después de la guerra, sin jamás sospechar, desde los tiempos de la tisis y hasta el día de hoy, y te preguntarás cómo, pero es increíble lo rápido que puede pasar un siglo, así llegó el momento, la última gota de sol se le anunció en el horizonte, y un escalofrío la sacudió, habría de atraparla antes de que se desparramara irremediablemente a lo largo y a lo ancho de la eternidad, y así fue como por inercia empezó de nuevo, porque ese era su destino, el que estaba escrito desde siempre, había venido a este mundo a buscar un tesoro y lo volvió a encontrar, una vez más, hago una pausa antes de atreverme, me sonrojo, no te lo vas a creer, pero me lo dijo la gran tortuga, que todas sus perlas están guardadas en el naufragio del arrecife, ella misma las escondía, nadie todavía entiende cómo ni por qué, sólo sé que necesita contarlas pronto, toma, extraigo del bolsillo el papel primorosamente doblado, debe ser un mapa, una carta náutica o de amor, ella misma me lo entregó, la joven lo recibe, duda un instante, debe tener un siglo, lo despliega con la delicadeza del caso, sin apuro, con inmenso estupor, es una hoja en blanco, se ilumina su rostro, me encantan las historias, Kia Orana, y es una promesa solemne, las escribiré con mi mejor letra. 

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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El Entretecho lauven18@hotmail.com