Otro día en el paraíso

No se cansaba de repetirlo. Y uno contaba con ello. Cada mañana, cada tarde, como la salida y la puesta del sol. Con marea alta o baja, con oleaje o calma. Era como Tarzán, con setenta años, o algo así. Bañador y un cintillo en la cabeza. El pelo largo aún, no sabría decir si canoso o desteñido por el mar. La piel color canela, pegada a los huesos. Ojos claros, quemados por el sol, repletos de gratitud. Su morada, uno de los búnkeres vestigios de la guerra, en la orilla de la playa. O, por lo menos, eso se decía. Nunca supe si era verdad. Siempre creí que había estado ahí desde mucho antes de la guerra. Como una deidad protectora del lugar.

­ —Hola, ¿giró el viento?... ¿racheado?... ¿y la ola? —¿Te acuerdas, hermanita? Cuando te arrancabas de clases para alcanzar el autobús de las dos de la tarde que, en pleno invierno, te dejaba en la playa justo para aprovechar las dos últimas horas de luz. La noche llegaba primero a las profundidades. Oscurecía bajo la superficie y hasta las aguas más bajitas y mansas de la bahía infundían respeto. Un abismo mágico, que uno no se cansaba de navegar. El vértigo de la vida que aún no empezaba. Debía haber otro mundo ahí abajo. Un lugar al que todos regresaríamos algún día. Todos aquellos que, sin importar los orígenes, nos sentíamos unidos indisolublemente por ese amor primitivo por el mar. Un mundo sin clases ni fronteras, utópico. Atlántida, tal vez. Por ningún motivo te perdías un atardecer. Te sentabas en el muelle, centinela solitario. Otro día terminaba en el paraíso. Y te subías corriendo al autobús de las siete de la tarde, de vuelta a los libros, de vuelta a clases.

Hasta que llegaba el verano. Las vacaciones de la universidad, los días interminables, horas y horas navegando. Hasta marearse, cuando uno se acostaba y aún sentía la ola bajo los pies. Las fogatas de la noche de San Juan, turistas llegando de todas partes, las fiestas en la playa. Ojos quemados por el sol y la sal. Embriagados de mar, ron y marihuana. ¡Qué tiempos aquellos! No había quien no se enamorara. Pasiones fugaces, otras que durarían toda la vida. Así íbamos trenzando nuestros destinos. Los que veníamos a la playa desde niños, cuando las tablas de windsurf eran tan grandes y pesadas que teníamos que arrastrarlas entre cuatro. Y los que llegaron después, buscando un lugar donde volver a nacer. Como tú.  

Lástima que tu madre nunca haya entendido. Nada más llegar, empezaba a contar los días para irse. Esa plaza horrible, escuálida, los remolinos de arena y basura en las esquinas. Los días de viento, cuando había que andar con la boca cerrada y hacer contrapeso al abrir la puerta del auto. Por no hablar de la gente. ­ —Pueblo pirata­ —decía— se nota que ha venido a parar mucha escoria por acá. Un infierno. Hasta que dejó de visitarte.

Cuanta más arena volara, mejor. Entonces, llegaban esos días en que uno no podía dar vuelta a la esquina sin que te zarandeara el viento. Peor con tabla y vela en mano. Eso por sí solo era una prueba de destreza que pocos superaban. Sonrisas de oreja a oreja, adrenalina a tope cuando las puntas de los mástiles apenas asomaban por la rompiente. Entonces, “estaba grande”.  Montañas de agua, rampas para saltos prodigiosos, que el viento prolongaba a su antojo. Toboganes para bajadas vertiginosas, esquivando avalanchas de espuma. Sin margen de error. Fibra de carbono herida de muerte, velas hechas tiras, mástiles quebrados como palillos. El desafortunado de turno tambaleándose por las afiladas piedras volcánicas esquivando erizos. Un canuto de consuelo en el taller de reparaciones que, en esos días, trabajaba a toda máquina.

Noches de verano, el escalofrío del viento erizando la piel quemada. Una cerveza helada en la terraza del departamento, viendo el sol ponerse sobre la bahía. Esperando la hora para salir a las fiestas. Esa noche en la que él te sonrió y nada volvió a ser lo mismo. Jurabas que te ibas a morir de amor. Yo supe que acababas de encontrar una razón para vivir.

Entonces, llegaban diáfanos los días de otoño a barrer el bullicio. Los paseos lentos por el muelle, meciendo la mirada entre las crestas y los valles de las olas. Azul brillante. Otro día en el paraíso. Las velas, las cometas y las gaviotas dibujando constelaciones efímeras en la brisa. A finales de la tarde, a tomar algo caliente en el chiringuito de la playa, donde ya sólo quedábamos los lugareños.

Invierno. Las últimas olas de la tarde, ahora sin las prisas del autobús. Primer trabajo, precario, pero trabajo al fin. Primer auto, de tercera mano. Había dado seis veces la vuelta al mundo sin salir de la isla. Un café cortado, por favor, mejor si con un chorrito de licor. Una buena conversación con los amigos, los de siempre, los verdaderos. Un paseo hasta el promontorio, persiguiendo al sol en su atajo invernal. Llegar a la cumbre y asomarse a la inmensidad del océano, escuchando las olas morir y renacer a los pies del acantilado, observando el inexorable avanzar de la corriente, hacia el sur. A imaginarse como esa enorme masa de agua pudiera, más allá del horizonte, precipitarse en colosales cataratas. Tal vez, los muros de Atlántida. Te estremecías ante esa energía inagotable que jurábamos nos acompañaría hasta el fin de nuestros días. Y te fuiste, con gran y emotiva despedida. La tabla bajo el brazo, cuadros de colores cálidos en el corazón. Atardeceres de invierno, imborrables. Seis meses eran mucho tiempo en aquel entonces. Suficiente para romper el hechizo.

Nada más lejos de la realidad. Regresaste a principios verano. Todo estaba en plena ebullición. Los turistas, los habituales de la temporada y los nuevos, cada vez más. Los días de viento interminables, las fiestas en la playa, las fiestas en la plaza, los bares. Los clásicos y los que se ponían de moda por un verano. Los antros clandestinos después de cierta hora, la droga. Sabías moverte, pedir favores, a los amigos y no tan amigos. Siempre te las arreglabas. Me preocupé. Te vi deambulando, te vi perdida. Ron gratis todas las noches. No era de fiar la gente con la que andabas. Algo de razón tenía tu madre, pero ya no venía a visitarte para saberlo. La plaza estaba más escuálida que nunca a las cuatro de la mañana. Desde el departamento se escuchaban gritos y botellazos. Policía, redadas, chismes al día siguiente. Heroína, se rumoreaba. Dos sujetos en el calabozo, otro con camisa de fuerza. Local clausurado. Punto y aparte. Borrón y cuenta nueva.

Colores limpios. Otoño, tu estación favorita, con sus tardes de viento norte. —Un poco más del este, por favor —invocábamos desde nuestra postación, el murito que contenía la playa, para que el viento no la desparramara por la calle. Los más adelantados, evolucionando al kitesurf. Recuerdo cuando era niña. Ahí atrás, sólo había dunas. Después fue un edificio, otro, y otro. Condominios. Ya no se podían estacionar autocaravanas, ni coches. Ni el tuyo, con lo pequeño que era. Tu refugio perfecto, sin nada que te separara del mar. Ya no. Asechaba el fantasma del puerto industrial. Un disparate. Un desastre ecológico seguro. El paraíso se acabaría si no levantábamos la voz. Recogiendo firmas, poniendo afiches, haciendo propaganda, puerta a puerta, de boca en boca. Ojos incrédulos, miradas indiferentes. Ninguna que doliera más que las de nuestros propios hermanos del mar… ¿Qué estaba pasando? ¿Falta de conciencia, apatía, demasiada droga? Inmovilidad inexplicable. Ahogo. Como día de calima, cuando cielo, mar y tierra se fusionan en un amalgama blanquecina, beige, rojiza. Atardeceres apocalípticos. Nuestro paraíso destruido, cincuenta años después. Tal vez, mucho antes. Es terrible, la calima. Uno debería quedarse en casa y ni mirar por la ventana. Sin embargo, la inercia nos arrastraba hasta el chiringuito de la playa, donde varios terminaban pidiéndose una cerveza cuando aún no daba el mediodía. O te sacudías la angustia de encima o terminabas de ahogarte en ella. Invocábamos al viento, decías. Para que limpiara y nos limpiara. No más construcciones, por favor, no al puerto. Entonces llegó la crisis y lo arregló todo. Nuestro paraíso estaba a salvo, por un tiempo.

El tiempo. Imposible hablar de la vida sin mencionarlo. El remolino de la rutina cotidiana, cada vez más vertiginosa, tragándose tus sueños. Haciéndote pedazos. Números sumándose. Canas y arrugas. Cuentas, algunas difíciles de pagar. Y, por dentro, otra corriente, lenta y poderosa, cada vez más clara, cristalina. Esa corriente que sólo alcanzas a percibir desde lo alto del promontorio, en los días de calma. Cuando te sientas en silencio a bucear con la mirada y te dejas llevar. Quizás hasta allá abajo, hasta el fondo de mar… Qué raro, volver a conectarme con esa espiritualidad vibrante de la juventud, cuando uno no concibe la finitud de la vida, porque aún queda todo por hacer. Sabes, hermanita, hay una paz maravillosa en este recogimiento del alma que aspira a preservarse en su forma más pura. La acabo de encontrar. Y eso que el mejor año de mi vida aún está por llegar. Soy una mujer afortunada. Nunca he dejado de creer en mi cuento de hadas.

Brilla el sol sobre el mar, en esta mañana de finales de verano. Qué alivio, ya se fue la muchedumbre estival y uno puede pasear tranquilo. —Hola, hola, qué tal...oh, qué pasó…buenos días… —Como de costumbre, saludo a todo el mundo, me siento y pido un café. Por suerte, éste sigue siendo un pueblo. Aunque, cada vez, conozco a menos gente. O es que los de mi generación ya no salen. O es que se fueron. La marea está altísima, el olor a pescado frito impregna el aire desde primera hora. La ola amenazando con meterse a la cocina de los restaurantes del malecón. La mitad de la calle mojada. Los viejos sentados en el banco al frente del paradero. Otros en la plaza leyendo el diario, en la esquina donde no pega el viento. Reconozco a varios, aunque me cuesta. Es como descifrar un papel mojado. Cuesta creer que algunos fueron jóvenes al mismo tiempo que yo. Es como si hubieran vivido la vida de ida y de vuelta. El doble. Más allá, cerca de la escuela de kitesurf, unos muchachos sentados esperando que gire el viento. Ahí está el hijo de una amiga. Casi, tampoco le reconozco. A ella, hace por lo menos un año que no la veo. Tal vez más tarde me meta a navegar un ratito. Tal vez no. Ahora, sólo me guardo para los días especiales. 

—Hasta luego…adiós… —Pago la cuenta y me encamino hacia el promontorio. El agua turbia embiste las rocas, revolviendo la arena de las pequeñas playas que hay entre medio. Es como si el mar fuera a tragarse todo. Me quito las sandalias. Siento mis pies hundiéndose en la arena, apenas tibia, paso tras paso. Y, sin darme cuenta, estoy en la cima, viendo los dos lados del mar. Oriente y poniente. El viento y la corriente. Norte y sur. La fuerza inagotable del océano, el fin del mundo. Los muros de Atlántida. Y más allá, tal vez, América. Un barco levanta el ancla y se dispone al zarpe. Iza la vela. Suspiro. Algún día iré a visitarte, te lo prometo. Pero vuelve tú primero, se te echa de menos. Cómo pasa el tiempo. Piso la arena mojada, dura. Marea baja, bajísima. Un espejo de agua en el que vuelvo a contar mis pasos. Las cometas de la escuela de kitesurf. Los niños intentando subirse a las tablas, levantando las velas. Es como aprender de nuevo, volver a empezar.

Un murmullo en el viento. Otro día en el paraíso.

 

Nota para el lector

Al poner algo de orden en el entretecho, los textos han sido guardados en cajas apiladas desde abajo hacia arriba, en el siguiente orden: 

  • La isla azul 
  • Retrato de familia
  • Álbum de fotos
  • Mitos urbanos
  • Los cachureos
  • Patagonia
  • Océano

La pila de trastos está justo acá abajo. Te invito a buscar y desempolvar...

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